Relatos del Galatea


Nunca tuvimos miedo, fueron muchas las veces que vimos meterse el bauprés y no pude por menos que pensar, "esta vez no levanta", y con enorme majestuosidad  pude  ver levantar de nuevo el morro, para seguir a rumbo como sólamente sabía hacer el Galatea. (jóvenes especialistas en los años cincuenta)

Como en una balsa de aceite, en la mar se dibuja cual tamiz,  la constante lluvia que al caer sobre su acristalada superficie perturbaba su adormecida letanía. La proa de la barcaza cortaba  sutilmente la superficie del agua dejando una estela que irrumpía en el silencio, haciendo que las embarcaciones, fondeadas y antes colgadas en la quietud, despertasen dulcemente y con un tenue balanceo de su reposado y ligero sueño.
Por la amura de babor se divisaba  la arena de algunas pequeñas playas y, al fondo,  el pequeño muelle de Mugardos.
A proa y ligeramente a estribor, destacando de sus acompañantes vestidos de gris naval,  se puedía  ver recortada, la figura  blanca y majestuosa del bricbarca Galatea que hacía gala de su belleza, orgullosa de sus singladuras y de sus hombres.
Aún en la lejanía se oía el pitar del chiflo de maniobra que, con su vigoroso sonido, impulsaba a los especialistas a afanarse en el arriado de los botes que se acoderan unos a otros  desde el tangón hasta un bolardo del muelle, a escasos metros del costado de babor del velero...
De esta manera comienza uno de los muchos relatos que se van a poder leer en esta página. Relatos que cuentan de primera mano los jóvenes aprendices a contramaestres que navegaron y se formaron a bordo del emblemático buque escuela Galatea.
Los autores de estas entrañables aventura, y asiduos escritores de este blog, son José Castrillon Mesa, Miguel Gómez Ruiz, Gerardo Ureña Massa y Manuel Carrasco Rubio, que aunque su especialidad fue la artillería, nos cuenta su paso por el buque.
A continuación y antes de comenzar a leer lo que nos cuentan los personajes de estas historias, vamos a ver brevemente su breve contacto con el Galatea:

Miguel Gómez Ruiz
Transcurría el año 1956, del día 27 de junio, cuando sobre las siete de la tarde ingresaba en el Cuartel de Instrucción del Ferrol ( por aquellos tiempos del Caudillo ). Esto sucedía hace ya 55 años, en esos días contaba con diecisiete años casi recién cumplidos. Era mi primer viaje que hacía solo, y la primera vez que abandonaba el seno familiar, pero era un jovenzuelo inquieto y todo mi afán consistía en aventurarme e intentar hacerme un hueco en la vida.
Por eso mi estancia en la Armada, pero sobre todo el Buque Escuela de Maniobra Galatea, dejó una huella muy profunda en mi vida difícil de borrar, supongo que eso le debe de suceder a todos los que así lo hicieron.

José Castrillón Mesa
Tenía dieciocho años, nos juntábamos todos los mozos y mozas en los prados de las romerías y verbenas, para ver las interminables y alegres fiestas, las gaitas y tambores que hacían sonar sus melodías, nuestros mayores llevaban los alimentos para pasar el día y la noche, hasta que llego el día señalado, tres de Julio del año 1.953, cuando salí de Oviedo, en un tren correo, que echaba vapor por todas  partes y la corbonilla inundaba nuestros cuerpos, nadie daba  importancia a nada pues éramos felices.
Cuando ya llegamos al destino, después de dos fechas, muy poco a poco me iba preocupando más, hasta que llegamos a aquella desconocida tierra y mirábamos los buques de guerra. Fué un momento que me sobrecogió en todo mi interior, cuando  vi aquellos altos palos de un buque blanco que había atracado en el muelle, todo era raramente extraño, no acertaba a decir palabra. ¿ Dónde me estaba metiendo yo?. Era el buque escuela Galatea.

Gerardo Ureña Massa
Era un 12 de Marzo de muchos años atrás,  tantos como que fue en el año 1955. ¿La ciudad? El Ferrol del Caudillo. Ya había finalizado el periodo de  instrucción  la primera promoción de ese año. Esa mañana el Cabo Prendes, entra en la cuarta brigada, con unos cuantos folios en sus  manos,  dispuesto a vocear  los  destinos de cada uno de los marineros, que durante setenta y tres días  compartieron vida en esa  brigada.
El Cabo Prendes,  siempre  demostró ser un  tipo muy duro, desde el  primer día hasta casi el final.  Fué un cabo rojo de reemplazo, pero parecía  un auténtico profesional, más bien daba la impresión, que lo habían parido para mandar. Fue muy duro  con nosotros, durísimo diría yo.  Sin embargo, cuando terminó el periodo de instrucción, el cabo Prendes sacó el ser humano que llevaba dentro y no parecía el mismo personaje, digamos que a partir de ese momento, se mostró como un compañero más. ¡El periodo de instrucción había terminado!
Cuando mencionó mi nombre, toda mi atención, al igual  que la de mis compañeros de promoción, la acaparaba mi  destino. Al nombrar El Galatea me puse muy contento. ¡ Lo había conseguido ¡.

Manuel  Carrasco Rubio
La llegada al Galatea  tuvo lugar al terminar el periodo de instrucción en San Fernando, Cádiz, de la segunda convocatoria de especialistas de 1962.  Embarcamos en aquellos trenes correo, que paraban en todas las estaciones de su recorrido y que su máquina arrastraba los vagones vomitando humo. Llegamos cansadísimos después de un viaje agotador  durante dos interminables  días haciendo transbordo en Madrid,  ciudad en la que hicimos  un descanso en el edificio del Ministerio de Marina  situado cerca de Correos, en la calle Montalbán en la Plaza de Cibeles.
Al llegar al Ferrol, el Galatea nos esperaba en el muelle del Arsenal Militar.
Para nosotros todo eran novedades, ver un buque de vela y vivir a bordo,  dormir en coys,  estivarlos por la mañana al levantarlos en las batayolas, comer distribuidos en ranchos, lavar  los platos con agua de mar, ver la televisión en el Cuartel de Instrucción de Marinería, hacer guardias militares  en Capitanía General,  y realizar algunas navegaciones.


Gerardo Ureña Massa
Guinea y un cargamento de fruta
Ciertamente el viaje de Guinea, cuando aún seguía siendo colonia española, fue largo, accidentado, y no carente de algunas singulares anécdotas. Tuvimos de todo un poco, por tener de todo hasta tuvimos seis muchachos que nos salieron afeminados. Largos y duros fueron los treinta y dos días de mar, y como tú muy bien, dices no faltó la quinina ni el ATP.
Yo en aquellas fechas disfrutaba de una bien ganada y sufrida veteranía. Podía ser mi último viaje en el Galatea, era especialista, mi destino lo tenía en el palo mayor, y gozaba de la total confianza de su contramaestre D. Pedro Jiménez. Este hombre siempre tuvo conmigo un comportamiento inmejorable, algo que recordaré mientras viva, y siempre estará en mi recuerdo como un superior digno y querido.

Don Pedro me dejaba hacer según mi criterio, yo solía consultarle algunas decisiones, él siempre me respetaba y me dejaba hacer. Nunca revocó iniciativas mías. Este comportamiento que yo siempre agradecía, me obligaba a mantenerme doblemente responsable para no desmerecer su grata confianza. La mayor parte del tiempo lo pasaba en las vergas, subía por la jarcia con mi navaja y el pasador colgando de mi cuello a modo de collar de perlas, pero sin perlas, y repasando tomadores las horas se me hacían cortas. Arriba en las vergas era feliz. ¿Quién me lo hubiera dicho cuando embarqué?.
Hicimos escala en Dakar, la capital del África occidental francesa, y sólamente teníamos un motivo, desembarcar a los seis marineros afeminados, o como quiera que les llamen hoy. Sabes muy bien, que en aquellos tiempos no se podía permitir que estos chicos continuaran a bordo. Pero es más cierto que fue una rápida escala y que ninguno de nosotros pisó tierra firme.

Había un alférez de navío recién embarcado, cuyo nombre no recuerdo, que les tomaba declaraciones en cubierta, en la banda de estribor, prácticamente frente a la bajada de oficiales, y que con la ayuda de una máquina de escribir les acribillaba con sus interrogatorios. Como yo andaba muy cerca, subiendo y bajando del palo mayor, alguna cosita suelta pude coger.
El oficial tomaba las declaraciones de dos en dos. Recuerdo que pude escuchar lo siguiente.
-"¿Quién hacía de hombre y quién de mujer"? Estos dos no se ponían de acuerdo y le dieron unas respuestas que no puedo reproducir en este blog por decoro. No podía entretenerme mucho escuchando, tenía que hacerme el tontito y disimuladamente oír lo que buenamente pudiera.
Pronto la picaresca de abordo se desató, y una vez desembarcados los seis muchachos, empezó a desarrollarse un chiste, que no sé, si seré capaz de contar.

En este viaje, Aquilino Álvarez Miniño, cornetín de órdenes del Galatea, pescó un tiburón, y que ese día fue una fiesta. El maestro Capilla, por indicación de nuestro segundo comandante, nos ofreció una ración extra de pescado.
Cuando llegamos a Santa Isabel, algunos lo pasaron mejor que otros. Hubo dos brigadas que tuvieron el privilegio de ser invitados por españoles afincados en Guinea, agasajados, comieron y bebieron hasta no poder más, al menos eso fue lo que contaban los afortunados que lo disfrutaron
Mientras los que tuvieron esa suerte se divertían, yo me machacaba la espalda descargando madera, madera que alguien compró con el único fin de llevar a España. Por cierto, ignoro si la madera era buena o regular, lo que sí puedo decir es que pesaba como el hierro. Yo y ninguno de mi brigada , pudimos disfrutar de estas visitas.

El primer día, salí a tierra y recuerdo que al regreso, cuando me cambiaba de ropa delante de mi taquilla, un compañero me pregunta. -¿"Valencia, tú vives en la Av. del Puerto"? Y le respondo todo sorprendido.-"Si, en el 199" -"Pues aquí en Santa Isabel hay una familia que te conoce." No me lo podía creer. ¿Cómo podía ser que tan distante de mi Valencia hubiera alguien que me conociera? El compañero que me daba esta información, supongo yo, que al ver mi cara de asombro, sigue haciendo surco, y remata la información diciéndome. -¿"Tú perteneces a la parroquia del Patriarca San José en tu barrio de Valencia" Sí, le respondo cada vez más sorprendido.
-¿"Conoces la finca de maderas Janone
Esto era ya demasiado, yo cada vez estaba más intrigado.
-"Si, está casi frente a mi casa"
-"Pues la familia Invernón te anda buscando"
Si alguno de vosotros es capaz de ponerse en mi piel, que me lo haga saber.
Encontrarse tan lejos de casa, por aquellos tiempos, no había cumplido 21 años, me faltaban seis meses, y saber que los Invernón estaban allí, era algo que había que digerir poco a poco.

Al siguiente día vinieron a buscarme, la alegría fue desbordante. Eran los Invernón, vecinos de mi barrio y colaboradores de nuestra modesta y necesitada Parroquia, con un cura muy mayor y otro muy joven. Tiempos aquellos de mucha necesidad, y de imborrables recuerdos.
Gozé de su compañía todos los días que permanecimos en Guinea. Me contaron el motivo de su desplazamiento. Resulta que tenían un familiar poseedor de algunas tierras, este les pidió que se fueran con él, y así lo hicieron. Yo no era conocedor por estar en la Marina, ellos me pusieron al corriente.

Tenían una hija que me gustaba, yo nunca se lo hice saber por considerarles de un nivel económico social muy superior al mío. Esto me mantuvo a distancia y nunca le dije nada. Cuando la vi en Fernando Poó, me seguía gustando pero, que podía yo ofrecerle. Cuando nos despedimos, nunca más nos volvimos a ver, ni se que fue de ellos. Pero alguien me diría que cuando se les dio la independencia, regresaron a España.
En cuanto a la fruta, quizás  fueron dos camiones de plátanos los que nos regalaron? Bien. Yo no recuerdo si fueron uno, o dos, lo que sí recuerdo es que llenamos el barco de piñas de plátanos.
Cuando salimos de Guinea, que aún seguíamos tomando medicamentos; tocan abandono de buque, yo tenía asignada una balsa, y tenía que recoger víveres de la despensa y formar en cubierta a pie de balsa con los víveres. Paso por la despensa, la despensa como siempre cerrada, el despensero formando en su lugar correspondiente, descolgué una piña de bananas verdes y formé.
En caso de abandono de buque real, ¿Qué se supone que debe hacer el despensero? Sin ninguna duda, debería dejar la puerta abierta.
¿No? Pues esto forma parte de una incongruencia más de nuestra Armada. Todo estaba perfectamente organizado, para que luego llegara el Manuel Fontanilla de turno, y te metiera un "paquete". Este personaje, que se solía poner más colorado que un pavo, y al que promociones posteriores a la mía, parece ser, que rebautizaron como el Conde Fan.

Los plátanos que nos fueron regalados, y que según dijo el segundo, eran para la dotación, fueron desapareciendo poco a poco hasta quedar solamente los “tronchos”. Los fuimos arrancando, y los metimos en las taquillas. Tapados con la ropa, y yo creo que maduraron de tanto tocarlos. Supongo Miguel que recordarás todo lo que aquí cuento.
Ahora y como broche final os voy a relatar algo que pasó, y que yo fui el protagonista.
Debajo del castillo, muy cerca de donde nos poníamos a pelar patatas, había una carbonera, y cuando yo embarqué, los veteranos decían que en tiempos pasados había sido el calabozo.
Tenía unas pequeñas rejas, y los oficiales se habían apartado unas seis ramas de plátanos para su consumo. Estos se habían colgado en el interior, y la puerta, lógicamente, permanecía cerrada. Yo salía de guardia, eran las ocho de la tarde, me dirijo a los jardines de marinería, y una vez finalizadas mis necesidades humanas, cambio de estribor a babor. Compruebo que como siempre, un grupo de marineros de la brigada de guardia pelaba patatas.

Antes de seguir el relato, quiero deciros algo que considero necesario. Juro por Dios compañeros que nada de esto, yo lo tuviera planeado. Todo fue surgiendo espontáneamente.
Ignoro por qué razón (supongo que sería por curiosidad) miro a través de la reja y veo unos amarillentos plátanos colgados, y que te estaban diciendo cómeme. Meto la mano derecha entre dos barrotes que estaban un pelín separados, pero no alcanzo a tocarlos. Espero el balance del barco favorable, toco, agarro y tiro fuerte, se desprenden dos piezas, saco la mano con la fruta prohibida, no dejo de fijar mi mirada con los que pelaban patatas, compruebo según mi criterio que no me siguen, más tarde pude comprobar que yo estaba equivocado. No me perdieron de vista.
Pelo los plátanos en solitario, me los como, estaban deliciosos, lleno la "panza", me retiro a dormir y pienso. Como tengo el alba, con un poco de suerte repito, y desayuno como un rey. Cuando tengo el deseado respiro, me dirijo a la búsqueda de mis deliciosos plátanos. Y que desastre amigos míos, las rejas habían sido forzadas y reventadas, de los plátanos no quedó ni uno. Un auténtico desastre. Me resigno, no puedo por menos que preocuparme, era consciente de que aquello tendría consecuencias, y estas no serían nada agradables.
Ese mismo día, estando en clase, interrumpe un compañero, habla con el oficial instructor, y me dice.
-"Valencia el segundo te está esperando en cubierta." Ya no había ninguna duda, la bomba había explotado.
Subo a cubierta y veo a unos quince compañeros formados en la banda de babor, nuestro buen segundo dando paseos de proa a popa, a su lado un compañero de mi promoción al que llamábamos Melilla, indicándole al segundo quienes eran los responsables de aquel desastre.
Yo tenía a mi derecha a un "peludo" de Aragón, bajito, pero valiente, y se le notaba nobleza. Cuando el segundo le pregunta el por qué de su comportamiento, él con toda la calma y serenidad digna de elogio, le dice. -"Por que tenía hambre mi segundo." El segundo no le dijo nada. Para mí, el segundo tenía una muy alta valoración humana, era una de esas personas que entran pocas en un kilo. Estoy seguro que como militar no tuvo más opciones que aplicar las ordenanzas, pero como ser humano (y de esto este hombre andaba sobrado) era sabedor que el móvil de todo fue el hambre.

Cuando da por finalizada la entrevista con el maño, viene a por mí , entonces interviene Melilla y le dice -"Este no estaba mi segundo." Sin ninguna pregunta me hizo salir de la formación, y me reintegro a mis normales ocupaciones. Al día siguiente, la lista de los arrestados decía. "Por comer fruta prohibida.

Siempre pensé que los que pelaban patatas no me vieron, la verdad nunca la supe. Tuve mi intranquilidad de conciencia, pues era bien cierto que yo había sido el hilo conductor de aquellos hechos, aunque no es menos cierto que yo solamente me comí dos plátanos, y no rompí los barrotes, pero a veces aún lo pienso y me culpo, y ya han pasado 56 años.
Melilla tenía un especial olfato para todas estas cosas, el fue el delator de los seis afeminados que desembarcaron en Dakar, yo le di las gracias por no haberme culpado, siempre tuve le duda de si fue él, el que me vio, pero...¿si solamente me vio Melilla cómo se enteraron los que pelaban patatas?.

Muchas cosas quedan en el tintero, como por ejemplo el barco que llegó cargado de negros y negras, destinados a trabajar en el interior. El barco, si no mal recuerdo creo que se llamaba Ciudad de Ceuta. ¿Cierto? Por vez primera en mi vida pude ver a una madre de color, con su bebé colgando a su espalda, y cuando le daba de mamar, le largaba uno de sus descolgados pechos, pecho que el pequeño apresaba con sus manos para tomar su ración de leche materna.
Aquello me impactó mucho  y me dio mucho que pensar.  Nosotros lo pasábamos mal en el Galatea, pero había gentes que vivían mucho peor, y creo que de eso hay compañeros que pueden contar más que yo, pues parece ser que los que fueron invitados a las plantaciones, tuvieron más contacto con los negros que trabajaban esas tierras.


Miguel Gómez Ruiz
Por los mares de Guinea
Corría el año 1957, era el dos de mayo, y ya se cumplen cincuenta y seis años de aquello, cuando el Galatea atracó en un pequeño muelle del puerto de Santa Isabel de Fernando Póo, que así se llamaba por aquellos tiempos. Era territorio español, también era llamada  la perla del golfo de Guinea, hoy su nombre es Malabo y la isla Bioko, pertenece a Guinea Ecuatorial un país independiente.
Procedíamos de Santa Cruz de Tenerife, habíamos dejado atrás treinta y dos días de navegación sin escala.
 Se trataba de mi primer crucero de instrucción, y recuerdo  que nos daban cada semana aquellas raciones de tabaco, se trataba de unas pastillas de picadura de unos trescientos gramos más o menos, de la marca "La Mascota". Por aquellos tiempos yo no fumaba las guardaba y al regreso del crucero se las lleve a mi padre cuando fui de permiso, que por cierto le hizo mucha ilusión. También nos hacían tomar de forma forzosa las pastillas de Quinina cuyo nombre o iniciales era ATP. Se utilizaban como medidas profilácticas contra las enfermedades tropicales que al parecer por aquellas latitudes eran muy frecuentes.

En las navegaciones, se editaba a bordo un semanario cuyo nombre era "Portillo al Mundo" este periódico se repartía los domingos, después de la misa y por supuesto totalmente gratuito, las noticias las captaban el personal de  radio y después de redactarse se imprimían en el semanario, la imprenta improvisada estaba  en la oficina de la escuela.
En el golfo de Guinea sufrimos un fuerte tornado que nos dejó sin buena parte del velamen, que tuvo que ser repuesto casi en su totalidad. En este puerto fuimos muy bien recibidos, hubo excursiones por el centro de la isla, fiestas en nuestro honor y el horario de recogida era más dilatado, puesto que por la noche era cuando mejor se podía vivir, debido al sofocante calor.
Las guardias durante el día se tenían que hacer con salacof. Allí estuvimos durante siete días, jornadas inolvidables, pues  “lo pasamos de cine”.  También hicimos una maniobra general atracados en el muelle, así como un ejercicio de saludo a la voz, para ser contemplados por las autoridades y  por el personal de la población.

Con la quilla al sol
Cuando sucedías estas pequeñas aventuras que contamos, éramos muy jóvenes y la juventud puede con todo, “bendita edad”. Como ven hacemos referencia con bastante frecuencia  a ella cuando comentamos algo.
Hubo  días muy difíciles, donde tanto el frío, el sueño, el cansancio y el hambre hacían mella entre  nosotros,  chavales que dábamos  tumbos dentro de un insignificante cascarón, en una mar montañosa y despiadada, donde los días se sucedían unos tras otros, y donde  nos preguntábamos si saldríamos con vida de esas situaciones.
Como ven pasamos muchas fatigas, calamidades, pero no es menos cierto que también hubo tiempos  amenos y muy felices, que es con lo que con el paso del tiempo nos hemos quedado. Para mi más bien era supervivencia, en unas condicione extremas, donde a veces estuvimos muy cerca de la misma raya de lo imposible.

Era una tarde de Agosto, estábamos en nuestra base o sea en Ferrol. En esas fechas que sería en el año cincuenta y siete, ya era ayudante especialista, estaba libre pero no salí de paseo aquel día algo extraño en mí, nos juntamos hasta ocho en las mismas circunstancias. En aquella época estábamos ansiosos por aprender, decidimos pedir permiso al contramaestre de guardia, para que nos dejara los botes para hacer prácticas de navegación a vela, este contramaestre lo consultó, supongo que con el oficial de guardia, y nos dio la respuesta positiva.


Preparamos los mástiles y las velas embarcamos cuatro en cada bote y a navegar se ha dicho Por la bahía  de Ferrol todo perfecto, hacíamos relevos de patrón así todos participamos de los mismos ensayos. Tengo que decir que había cierta competencia entre nosotros y cada patrón cogía más velocidad, estábamos ya bastante adentrados en la bahía, cuando un compañero del que no recuerdo su nombre, creo que se apellidaba Troncoso y era de la Rioja, pero no estoy seguro, hizo no sé qué maniobra,  que el bote quedó totalmente escorado, hasta terminar con la quilla en la parte de arriba y naturalmente la vela en la parte contraria, digamos que la vela hacía de quilla, aunque gracias a Dios, el bote no se hundió.

Menos mal, que pasaba muy cerca una embarcación, de las que antes había en Ferrol que transportaban la gente de un pueblo a otro, y nos auxilió remolcando el bote, pero no se de que manera, ni como ocurrió, que durante el remolque el bote se dio la vuelta quedando en su posición original. Ante esta salvedad, decidimos volver embarcar y  nos dejaron algunos baldes  con los achicamos bastante agua, volvimos al Galatea también a vela, pero con más prudencia, y con media embarcación  llena de agua, también habíamos perdido el anclote.
Todos estábamos expectantes y  temerosos por el castigo que nos esperaba, pero extrañamente solo nos hicieron izar el bote en los pescantes quitarle el espiche, para que el agua saliera y dejarlo en su lugar de origen.


Los últimos días de un viaje de instruccción a bordo del Galatea  
Era en la mañana del lunes 22 de noviembre del año 1943 cuando, tras dejar al práctico de puerto en la bocana, salíamos de Santa Cruz de Tenerife, con ayuda de los motores, en busca de un lugar tranquilo y al socaire de una de las islas, para que los cabos de curso y especialistas pudieran efectuar sus exámenes escritos de final de curso sin contratiempos, para luego proseguir viaje a las Azores (Punta Delgada) último puerto que tocaríamos antes de retornar el día 17 de diciembre a nuestra base en El Ferrol del Caudillo (que así se llamaba la ciuadad por aquel tiempo).
 Era costumbre en el Galatea, sobre todo a finales de año, efectuar los exámenes finales de curso anticipadamente, ante el temor de encontrarnos más al Norte con fuertes temporales del N y NW, muy corrientes en estas latitudes en la época invernal. Dichos exámenes fueron realizados sobre las tranquilas aguas de la Bahía de los Cristianos, en los dos primeros días desde nuestra salida.
Realizada la “descubierta” en la tarde del día 23 por los respectivos gavieros, se tocó “maniobra general”, dándose todo el aparejo de cruz, la cangreja y los foques, aprovechando el viento favorable que teníamos de SW. A un largo por babor y a todo trapo se deslizaba majestuosa y silenciosamente el Galatea sobre las movidas aguas de un océano, de cuyos fondos se veía emerger las islas de nuestro archipiélago canario en el crepúsculo de la noche . A los dos días de navegación fue disminuyendo la fuerza del viento, por lo que la corredera de barquilla no daba más que un nudo o nudo y medio de velocidad.
Tras un día de completa calma, empezó súbitamente a bajar el trazo del barómetro, lo que era señal de un cambio brusco de tiempo o vendaval. El viento roló al N arreciando con fuertes rachas del NW, acompañadas de fuertes chubascos que nos obligaban a cambiar de rumbo. Ante tal cariz se ordenó aferrar el aparejo de juanetes, los foques de fuera y la cangreja. Por último, se estabilizó el viento en el N-NW, pudiendo así navegar nuestro buque de orza por la amura de estribor durante varias horas, aunque con un abatimiento al W, que nos alejaba mucho de nuestra derrota.
El personal de guardia en la rueda del timón iba siguiendo las  indicaciones del cabo para mantener el rumbo de aguja dado y haciendo todo lo posible para que no tocase el viento por el revés las gavias. En cubierta, mientras tanto, se tomaban precauciones en el trincado de botes, balsas, etc., tendiéndose sobre las cubiertas los pasamanos de emergencia (barloas) para que nos sirvieran de apoyo y seguridad en navegaciones con mal tiempo.
Tras efectuar varias viradas para cambiar de barlovento durante dos días y dos noches, aguantar los fuertes chubascos, las mojaduras y las duras guardias de mar en turnos de babor y estribor, la situación ya tendía a mejorar, pudiéndose efectuar las correspondientes correcciones en la situación geográfica durante la hora de la “meridiana”, pues la navegación de estima era mala de llevar al haber tanto abatimiento. Tras una pequeña calma, el viento pasó suavemente del NW al SW, dándose de inmediato una velocidad de tres a cuatro nudos.

Un compañero anónimo nos custodia durante tres horas.
A media noche del día 27-28, cuando no hacíamos más que tomar la sopa de ajo y relevar a la guardia saliente bajo un cielo sin luna y sin estrellas, una mar oscura y tenebrosa. La voz de los serviolas del castillo rompen el silencio, cantando al puente  “Puente -Castillo”, un bulto oscuro y chapoteando agua se aprecia por la amura de babor, “Puente enterado, sigan sus movimientos” , creyendo la mayoría que se trataba de un ballenato, muy comunes en aquellas aguas. Presto el oficial  en el puente, pudo rectificar de que no se trataba de un ballenato o ballena, sino de la torreta de un submarino que, emergiendo para reconocernos, había soplado los lastres a unos doscientos metros de nuestro costado.
Al poco comenzaron a oírse los zumbidos de los diesel, llamándose al comandante, mientras el personal de cubierta observábamos en su torreta unas luces tenues de color azul y las puntas de cigarrillos encendidas.
Pequeñas olas se alternaban con otras más grandes acariciando los costados con sordo ruido, deslizándose el Galatea entre el chirrido de la jarcia firme  y las orfadas de la proa.

El silencio de los hombres que íbamos a bordo se hizo absoluto. El nerviosismo hacia estremecer nuestro cuerpo desde capitán a paje. Las órdenes de relevar los puestos, cobrar y arriar escotas, se daban con la mayor cautela, por temor a que nos oyeran hablar desde el submarino. Este seguía manteniéndose prudentemente a la misma distancia y al mismo rumbo. ¿Por qué este silencio de convento de clausura….?

No sé por qué me parecía advertir en todos los semblantes cierta expresión de temor y nerviosismo. El oficial de guardia (alférez de navío don Benito Tomé) con el comandante, el segundo y el oficial de derrota don José Luis Liaño, cambiaban impresiones en silencio, escudriñando los prismáticos los movimientos del submarino y de sus hombres. Los contramaestres de guardia estaban bajo el espalder del combés, atentos a la voz del oficial de guardia del puente. La marinería y personal de guardia de escuelas sin puestos de vigilancia seguíamos con interés e inquietud la marcha de los acontecimientos. De cuando en cuando veíamos caer al mar las colillas encendidas de unos hombres desconocidos, cuyas puntas dejaban tras de sí una pequeña ráfaga luminosa, mientras el ruido de los motores seguía escuchándose estrepitosamente.

Así pasaron tres largas horas de tensión, horas en los que ni ellos ni nosotros hacíamos señales de saludo o de reconocimiento, pues ¿Quién se atrevía en estas condiciones y en plena guerra a mover el pulsador del “Scott”…?, más por temor a cometer una imprudencia, descubriéndolos a nuestro costado, que a un acto de cortesía marítima.
¡Qué espectáculo, Dios mío! ¡Qué tensión cubría nuestros rostros por temor a un fatal desenlace!. Solos, en medio de un océano, alejados muchas millas de la costa más cercana y teniendo a nuestro lado un misterioso navío al que no se le divisaba bandera alguna, mientras el viento suave iba empujando el velamen del navío. ¿Hacia dónde…? Nadie sabía nuestro final en aquellas largas horas de anónima compañía. El que más y el que menos pensábamos y estudiábamos mentalmente y a la callada nuestro propio salvamento si lográbamos salir con vida.


En esta ocasión, el tecle de las dinamos se veía vacío ya que  todos observaban esta excepcional situación, cuando normalmente, y si nos lo permitían, nos metíamos en él unos cuarenta o cincuenta hombres de la guardia de cubierta, a fin de refugiarnos del frio o secarnos sobre el propio cuerpo las mojaduras, aprovechando aquel tufillo caliente que despedían los motores de las dinamos, tecle del que luego saldríamos mareados y medio atontados por el olor del gasoil. En el citado tecle tomábamos las posturas anatómicas más dispares, pues basta decir que un espacio de cinco metros cuadrados reposábamos cuarenta o cincuenta hombres.

De pronto, el ruido de los motores aumentó y seguidamente dejaron de oírse, confundidos con la masa de agua que ocupaba el vacío al sumergirse el submarino, quedándonos sin conocer si era inglés o alemán, aunque muy posiblemente fuera inglés, toda vez que los alemanes, en otras ocasiones, nos saludaban al reconocernos desde sus torretas, ya fuera de noche o de día. Bastaba que descubrieran las banderas pintadas sobre nuestras amuras y aletas de los dos costados.

El "extra" de los viernes con baleo general.
Todos los días, y como de costumbre, se efectuaba el baldeo de las cubiertas de madera en la guardia del alba; sin embargo, los viernes se hacía uno general con lavado de coys, oreo de colchonetas y mantas y limpieza y desinfección de interiores, que en esta ocasión coincidía en vísperas de la entrada en puerto. Le llamábamos el “extra de los viernes”, porque en este día nos daban siempre de comida, sopa, ropa vieja y fritos. Algunas veces, acompañado el menú con vino peleón, que se guardaba en garrafas, al emprender viaje en el Ferrol, por el  cabo de compras “Campillo”.

El equipo de baldeo “extra” lo efectuaban unos quince hombres, al mando de un cabo y el respectivo contramaestre de guardia, provistos todos ellos de cubos, escobas de brezo y una mezcla de polvos de gas y arena de playa.  Los nombrados en la guardia de alba para el baldeo cotizábamos entre si los cubos y las escobas de brezo, pues ya sabía uno lo que le tocaba si caía en sus manos una escoba gastada y con solo 40 centímetros de longitud  dándole movimientos de babor a estribor y viceversa, con el cuerpo en posición de “bisagra”. Movimientos de los que quedaba uno “baldado” de la región lumbar, como suele decirse en el argot marinero. Finalmente aquel baldeo con la guardia entrante, sobre las once de la mañana, se pasaba revista de enseres y coys, acabando con un apetito que nos doblaba el alma.

No cabe duda que aquellos baldeos eran inútiles en muchas ocasiones y, sobre todo, para los actuales tiempos que corremos, en que gozamos de más medios y detergentes económicos. En lugares donde no era posible fregar con la escoba de brezo, se mandaba dar “taco” a los arrestados o castigados por pequeñas faltas. Este medio no era otro que un ladrillo refractario o un taco de madera al que se iba embadurnando de arena y polvos de gas, frotando con él sobre la cubierta de pino nórdico.

El veña, veña.
Así discurría, igual que otro viernes, aquella mañana, bajo los silbidos acompasados de un silbato y las voces del “veña, coño, veña”, que un viejo contramaestre tenía siempre en la boca como el padrenuestro, para imprimirnos acción en cualquier faena marinera o de cubierta que se hiciera bajo su mandato. Voz que se hizo popular en todo el buque y hasta sirvió para escribir canciones a muchos aficionados a la música. Por cierto, dicho contramaestre era muy buena persona y sabia comportarse como un padre para todos nosotros, no así para los que hacían cualquier “perrada”.

Como era instructor de la brigada de aprendices, nos apoyaba y ayudaba durante los exámenes. Era un hombre muy preocupado por su destino en la toldilla. En más de una ocasión le vimos caer las lagrimas al ser reprendido delante de nosotros por el contramaestre de cargo don Leopoldo Costa, al que conocíamos por “rostro de acero”, gozando de tener siempre en sus bolsillos el “rebenque” y un “ajo macho”.

El buen contramaestre de la toldilla sufría mucho con su inmediato superior, bastaba simplemente que le consumiera una madeja de merlín o piola en renovar las ligadas abotonadas de los flechastes de la jarcia de mesana, para recibir de él una fuerte bronca.
El contramaestre de cargo era de los llamados “muy económicos”, basta decir que tenía de su mano a un corpulento marinero de Finisterre como pañolero y en él confiaba más que en el viejo cabo Otero. Bastaba una pitada de silbato para que Lago acudiera a su lado o comprendiera ya de antemano lo que le solicitaba del pañol. Cierto día le encargó de la maniobra de foques, mandando al camarote al contramaestre del castillo por un fallo que tuvo durante la maniobra.


La vida en los primeros tiempos después de la guerra era muy dura y sacrificada en el Galatea; sin embargo, las circunstancias nos obligaban a ser sumisos y obedientes en todo, aunque en ocasiones fuéramos tratados como corderos.  Al Galatea venían embarcados como personal de dotación muchos hombres con conductas muy dudosas que estaban destinados en el Arsenal. Nada más iba a emprender el Galatea un crucero de instrucción, allí iban el oficial de cargo y el alférez de navío (antiguo contramaestre don Benito Tomé) a la leva de gente al cuartel viejo, seleccionando el personal a embarcar como dotación.

En esta leva o selección de marineros se escogían los de profesión marinera, pescadores de las Rías Bajas, hombres curtidos por la brisa salobre, fuertes y robustos. No importaba sus conductas, lo que más interesaba eran hombres que por su fortaleza pudieran izar las gavias y aferrar las mayores en los puños de escota. Hombres que, a nuestro lado (me refiero a los aprendices), nos veíamos como niños como así éramos en realidad.
Entre estos hombres había uno conocido por Currubedo y al que conocíamos de apodo por “Chepa”. El pobre padecía de un defecto anatómico en sus espaldas (joroba) y dormía como otros muchos sobre el duro suelo del sollado número dos, pues los ganchos de colgar el coy y las bolinas escaseaban ante los desvelos y economías del contramaestre de cargo.

Cierto día el pobre “Chepa” notó al levantarse al toque de diana que no podía apoyar los talones en el suelo, al tener los carcañales de los pies ensangrentados. Fue trasladado a la enfermería por dos compañeros y allí pudo comprobar el practicante don Ramón Vizoso, con una lupa, que las finas dentelladas de las ratas habían hecho mella en las durezas de los talones del infortunado marinero, el cual no había notado en absoluto el suculento banquete que se dieron las ratas a cuenta de sus carcañales.
Estas durezas de los pies eran normales en nosotros, al estar ordenado navegar siempre descalzos y prestos para toda maniobra en los palos y cubierta.


Ello nos acarreaba ciertas sorpresas al llegar a puerto, toda vez que no podíamos calzarnos las botas para salir de francos de paseo al haber ensanchado estos. No era, por tanto, extraño ver, en ocasiones, a alguno de nosotros de regreso al buque con las botas en la mano y caminar descalzos sobre el pavimento pétreo.

El paseo de los cuarenta en Punta Delgada
Finalizadas las operaciones de atraque y las visitas protocolarias reglamentarias de unas y otras autoridades, nos encontrábamos a la espera de poder salir a tierra de paseo. Una vez regresó el comandante a bordo, se reunió con el segundo y con los oficiales en su cámara; seguidamente ordenó al oficial de guardia “llamada y tropa”, leyendo los oficiales de las brigadas diversas instrucciones que debíamos tener presentes en tierra.
Una de estas instrucciones era de que no podíamos salir a tierra más de cuarenta hombres de la dotación y aprendices cada día o bien por turnos de cuatro horas. Se optó por salir por turnos de cuatro horas, de esta forma podíamos disfrutar todos los componentes de la dotación y escuelas de unas horas de asueto, de descanso y de compras, amén de dar satisfacción a nuestros estómagos degustando una opípara merienda o cena, así como fumar unas olorosas Farías conocidas con el nombre del “premier” inglés sir Winston S. Churchill, después del racionamiento que veníamos sufriendo en nuestro país.

La ciudad de Punta Delgada estaba controlada militarmente por las tropas inglesas y norteamericanas, existiendo zonas prohibitivas para todo movimiento nuestro y de la población civil. No existían medios de diversión o distracción. Nuestros movimientos eran vigilados, cuando de nosotros nada podían temer. ¿Qué claras ideas podríamos tener de espionaje y acciones conflictivas?...Lo que deseábamos después de las duras jornadas de navegación era disfrutar de unas horas libres y felices, degustando aquellos chorizos de rajo de cerdo, que era el menú privilegiado para nosotros por su gusto y riqueza vitamínica, a más de ser económico para nuestras mermadas economías.
Así fueron discurriendo los cuatro días de estancia en puerto, entre el salir y entrar a bordo de los “cuarenta”. Por otra parte, no podíamos andar solos por lugares de dudosa condición y a oscuras, ante el peligro de ser desvalijados de todo cuanto llevábamos en bolsillos y paquetes. Algunos, además de ser desvalijados, les dieron una soberana paliza por el mero hecho de ser españoles.
A nuestro nombrado contramaestre de la toldilla le sucedió uno de estos percances, después de acompañar a una “rapariga” portuguesa. Pero no acabó todo así, si no encima lo tiraron al agua en las cercanías del muelle pesquero, siendo rescatado por unos pescadores portugueses que lo trajeron a bordo en lamentable estado. Como era de suponer, los mandos del buque denunciaron estos hechos ante las autoridades de la isla y del cónsul español.
Hace treinta y cinco años de estos hechos que son para muchos de los que aún vivimos momentos de recuerdos y también de nostalgias, cuando los cabellos plateados y la calvicie hacen mella en nuestro cuero cabelludo, agotados ya por el cúmulo de años pasados vistiendo el uniforme azul oscuro de nuestra Marina de guerra.

Un día en el Galatea
Eran las veinte  horas de un invernal día, hacía frío, la mar estaba seria, no admitía bromas. Yo salía de guardia, había sido  relevado en la caña. El próximo viaje dejaría de pertenecer a la dotación y en la cinta mi Lepanto, ya no pondría Galatea; ésta sería sustituida por otra que diría, Escuela de Maniobra.
Entre la marinería reinaba una preocupante inquietud. Pregunté que pasaba,pues automáticamente se crearon tertulias de pequeños grupos para comentar lo acontecido.
El teniente de navío Don Gabriel Estrella, había arrestado a "Gabi", y lo mandó subir a los cuernos del palo mayor,  hasta nueva orden. Los comentarios eran de todos los gustos, y de muy variables colores, pero nadie sabía a ciencia cierta, ¿por qué el bueno de "Gabi" había sido arrestado?. La noche no era, de lo más halagüeña  como para tomarse la licencia de enviar un marinero a tan despiadado castigo.

"Gabi", natural de León era un muchacho fuerte,  muy noble y nada conflictivo. Tenía una fácil sonrisa, era de mi promoción y aunque nunca formé parte de su grupo, esto no impidió que reconociera sus virtudes. Pertenecía a la dotación del Galatea y fue un buen compañero.
El teniente de navío Don Gabriel Estrella tenía fama de ser, y era, un oficial muy serio.
Personalmente, nunca me transmitió buenas vibraciones y para mi formaba parte de esas personas a las que procuraba esquivar siempre que me era posible. Era una sensación que nacía en mi interior y que no me es fácil descifrar, pero algo muy profundo me decía, evítalo, procura no tener mucho trato con él.
Nuestro contacto con los oficiales, nunca fue muy habitual, pero había algunos que solían mostrarse cercanos, más familiares e incluso bromistas, y éstos no solían defraudarte; al menos esa fue mi experiencia.

Como nadie fue capaz de decir el motivo del arresto de este buen leonés, yo me reuní con mi coy y me dispuse a dormir plácidamente, algo que no me resultaba nada complicado. Mañana tenía la guardia de alba, y desperdiciar horas de sueño era un lujo que no me  permitir.
Entramos de guardia a las cuatro de la madrugada, la mar no había mejorado.  Me designan  como  ordenanza en el puente y el compañero al que yo relevo me hace entrega de un capote, prenda que en su "contra etiqueta" decía “made in maestro velero”,  La parte externa era del   mismo material que usábamos para hacer los coys, y la parte interior se componía de un paño verde, que yo juraría que se trataba de la misma tela que se empleaba  para confeccionar  el tapete para los juegos de cartas.
Bueno, casualidades de la vida, el oficial de guardia en el puente fue Gabriel Estrella. En honor a la verdad debo decir que no me dio nada de trabajo durante las dos horas que permanecí en ese puesto. Me puse el capote que se me había entregado por parte de mi relevado compañero y arrimé mi cuerpo al “mambrú” del Galatea, del que salía un delicioso calor que en aquellos momentos hicieron las delicias de mis nulas exigencias Quiero decir que denominábamos “mambrú” a un tubo metálico, forrado de amianto y tela pintada de blanco, situado detrás del puente y que sobresalía de la cubierta, y por el que salían  los gases de la combustión de la sala de máquinas.

La guardia estaba resultando placentera y tranquila, yo permanecía con mi cuerpo pegado al “mambrú” y disfrutando de ese agradecido calor que despedía.
Calculo que habría transcurrido una hora, cuando de pronto mi paz se ve interrumpida, siendo  sorprendido por la presencia de "Gabi."
-¡"Gabi"!, ya se me había olvidado y lo que menos esperaba, era verle a esas horas y en este raro lugar. Gabi no pertenecía a mi brigada, por lo que su presencia a las cinco de la madrugada y en ese lugar  me resultaba sorprendentemente extraña.
Una vez transcurridos los primeros segundos de estupor, me dice. -"Valencia necesito hablar con el oficial de guardia"
Yo no salía de mi asombro, no entendía nada de lo que estaba pasando, más bien parecía ser víctima de una pesadilla.
-¿"Para qué quieres hablar con él, Gabi"?
-"Necesito su permiso para orinar, no puedo aguantar más."
-"No me jodas Gabi"
-" Sí Valencia,  el oficial me arrestó anoche a permanecer en los cuernos hasta nueva orden y allí sigo."
Me quedé sin palabras, mi reacción fue inmediata, subí las escaleras que separaban el puente de la cubierta en un par de zancadas y me puse delante de Don Gabriel Estrella. Cuando le dije lo que tenía abajo y cual era el motivo, a pesar de la negra y desapacible noche pude adivinar la palidez de su asombrado rostro, y debo decir que este oficial era más bien de rostro pálido.

La orden fue tajante e instantánea.
-¡¡"Que suba inmediatamente"!! Y subió. Le mandó a dormir, habló con el contramaestre de guardia y le dijo que no se le despertara durante todo el día, y que no fuera molestado salvo para comer y cenar. Al "bueno" de Don. Gabriel se le había olvidado el castigo al que sometió al marinero "Gabi"
Todo un poema, digno de figurar en las mejores bibliotecas, y en la colección de los coleccionistas de cosas feas. Y no digo más porque mi pluma podría cometer un acto de insubordinación y ser injustamente castigada, pero estas cosas, para mí, tienen un nombre, y este no es precisamente florido.

A las seis de la mañana fui relevado de mi puesto de ordenanza y pude llegar a tiempo para engancharme a las postrimerías del baldeo diario de nuestros pecados.
Ocho de la mañana; relevo de guardia, bajada al sollado a desayunar y  una vez concluido el frugal alimento, me incorporo a mi destino: costado y botes.
Con un poco de estopa y unas gotas de Sidol, de fabricación casera, tenía que limpiar las chumaceras y las cornamusas, piezas éstas que solían ser de metal, siendo muy corto el período que permanecían brillante o  como se decía a bordo, “en estado de  policía”; éste duraba muy poco, y para hacerlo más duradero solíamos embadurnar los metales, una vez brillantes, con una ligera capa de grasa. Este quehacer, me parecía una solemne "guarrada", pues cuando en ocasiones teníamos que tapar los botes con sus correspondientes lonas,  éstas siempre terminaban "pringadas" del viscoso producto.

Siempre admiré en muchas cosas a la Marina Norteamericana, pero había una muy especial que me producía mucha envidia; todos los metales de sus botes eran galvanizados o de acero inoxidable , y bastaba  para su limpieza, pasar un simple paño por estos artilugios, o "chirimbolos", como solía llamarles un alférez de navío cuando nos daba clase, y del que no soy capaz de recordar su nombre pero sí su cara.  
Bueno, nuestra Marina estaba a años luz de la Americana, y esto nadie podía remediar. Mi misión era mantener mi destino siempre en estado de policía y a ello me dedicaba con la colaboración, siempre estimable, de mi amigo "Güili".
Creo recordar que a las diez de la mañana nos daban un pequeño panecillo. Este solía venir abierto por una de sus puntas, y en el  pequeño corte le habían puesto una pequeñísima porción de queso y membrillo, otros días en lugar de queso nos solían dar una porción de margarina marca “Tulipán”. De esta manera pasabas la mañana realizando los variables e imprevisibles trabajos que el Galatea te solía exigir.
Durante el primer año, yo pertenecí a la segunda brigada, y a ella me consagré en cuerpo y alma. Trato de memorizar un día cualquiera vivido en el Galatea, ¿He dicho vivido? Que ironía.

Regresábamos de Bremen,  Alemania. La  mar nos ofrecía su mala cara, ayer era  mejor que la de hoy.  A las ocho de la mañana la brigada que relevó a la mía, fue la tercera. De diez a doce, releva la primera y de doce a dos, vuelvo a entrar de guardia. Estos cortes se hacían para saltar los turnos nocturnos. Creo recordar que era de esta manera como se hacía, y tengo que decir que no lo recuerdo con total precisión.
Estábamos atravesando de nuevo el Canal de la Mancha, el temporal cada vez se acentuaba más. Nosotros, atentos al tiempo y a las maniobras, subir y bajar de los palos y mantener las labores de obligado cumplimiento. El agua barría la cubierta constantemente, ocultando a la vista las piezas metálicas ancladas a ella y que se convertían en un serio peligro  para  nuestros pies  descalzos.

La dotación siempre atenta a cualquier aviso de alerta,  seguíamos navegando haciendo frente a la mar  y los que no teníamos guardia podíamos permitirnos bajar al sollado e intentar planchar la oreja y dar descanso a nuestros cuerpos con  en  un ligero sueñecillo. Yo me tumbé en mi sitio de costumbre, el  lugar se encontraba ubicado en el sollado de popa a la altura de la sastrería y frente a los carretes de las estachas.
No me fue posible conciliar el sueño, el continúo vaivén del barco me lo estaba impidiendo con su continua escora. Acostumbraba a ponerme el brazo derecho a modo de almohada debajo de mi cabeza, y solía adoptar una postura fetal para dormir, pero ese día y otros más que vinieron no nos permitieron apenas cerrar los ojos. Apenas te descuidabas tenías que levantar los pies para protegerte del inminente golpe que te dabas con las estachas,  al salir tu cuerpo arrastrado a causa del constante balanceo del barco. En esta situación era materialmente imposible dormir, máxime cuando además  el  el intento, era un riesgo para nuestra integridad física.

En cubierta siempre estaban solicitando personal de refuerzo, todos eran necesarios, en realidad toda la dotación estaba de guardia siempre que vivíamos una situación de temporal, esto era normal.
Cuando éramos azotados por serios temporales, no armábamos las mesas de los sollados, comíamos y cenábamos de pie. Pero nosotros no le dábamos mayor importancia, formaba parte de nuestras vidas, y lo teníamos asumido.
Esa noche tenía la prima, en la cocina de marinería se estaba cocinando la “suculenta y deliciosa" sopa de ajo para los que nos relevarían a las doce de la noche. La brigada saliente no tenía derecho a sopa, pero si eras un poco avispado y  te hacías el rezagado, con un poco de suerte  tras camelarte al cocinero, conseguías el  plato de sopa extra, y  os aseguro que  nuestros cuerpos lo agradecían de forma notable.

Como he dicho, entré de guardia a las ocho, esa noche no hice guardia en ninguno de los sitios habituales. Estas situaciones se solían producir de vez en cuando, por lo que a veces te librabas de la caña, la guindola,  el servicio de serviola y otros  que por su dureza  no eran de nuestro agrado.
En la banda de babor había una puerta estanca que daba a la sala de máquinas, allí nos refugiamos un poco en busca de calor. La noche era muy oscura, el temporal cada vez arreciaba más.
Ahora prestar atención a lo que aconteció. El oficial de guardia bajó del puente, y nos hizo formar al pie del palo trinquete, hecho para mí insólito. Nos dice que hay que subir a  aferrar los velachos, pero que dado el riesgo que supone, pedía voluntarios, y para ello los  decididos tenían que dar  un paso al frente.

Todos los hombres, perdón, quiero decir  muchachos, que formábamos en ese momento dimos ese paso al frente, ni uno solo se hizo señalar. La gran sorpresa que nos dejó confusos fue,  el ¿por qué nos formó al pie del trinquete, bajando del puente a cubierta? ¿A caso tenía alguna duda de nuestra respuesta.?. ¿Quizás quiso demostrarse a sí mismo, nuestra  valentía?. Si fue esto último, no hacía falta, esto estaba más que demostrado.
Subimos, aferramos y recuerdo que no fue fácil el trabajo, pues el viento era cada vez más violento  y los gualdrapazos de la lona arremetían contra nosotros al echar mano a la húmeda, fría y dura lona . Yo estaba allí, yo fui uno más, junto con mis compañeros, de entre los que fuimos elegidos a subir.
Aferramos las velas, el oficial nos dio las gracias y  regresó al puente. No recuerdo su nombre, sí su cara, y también que solo hizo este viaje en el Galatea. Recuerdo que era alto, delgado y serio, muy serio, pero no se le conoció ninguna mala acción.
Terminamos la guardia, y antes de acostarme me camelé a uno de los cocineros y le conseguí un plato de sopa. Bajé al sollado para tratar de dormir. Al día siguiente el temporal no había amainado.

Que nadie se equivoque, no nos estamos quejando de la dura vida que tuvimos que soportar y  que efectívamente  soportamos.
Ha habido, hay y seguirá habiendo injusticias, gentes que lo están pasando mucho peor que nosotros, ejemplos tenemos a diario, más que millones.
La primera vez que visité Cabo Verde con el Galatea, pude ver con mis propios ojos como vivían esas inocentes almas. Otro tanto me conmocionó en Santa Isabel de Fernando Poó, cuando aún era colonia española. Y tengan ustedes en cuenta que yo he carecido durante muchos años en mi país, de lo más elemental.
He pasado una terrible post-guerra donde durante muchos años, demasiados,  con una  carencia de alimentos fue total. Las cartillas de racionamiento no desaparecieron hasta el cincuenta y tres
Muchos millones de españoles no saben lo penoso que fueron aquellos tiempos. Millares de paisanos nuestros murieron tuberculosos.
Todavía vivimos algunas legiones de españoles que tuvimos que tragarnos las lágrimas, españoles que pueden reforzar lo que yo escribo.

Pertenezco a esa generación de gentes que a pesar de las carencias, jugábamos más y mejor que lo hacen hoy nuestros nietos y los hijos de esos nietos. Nosotros nos tuvimos que hacer nuestros propios juguetes. Jugábamos a la "trompa", a "pic y pala", a "churro media manga y manga entera", le dábamos un valor a las tapas del papel de fumar, "abadie","smoking" "bambú" y otros. Con unos trapos viejos y unas cuerdas hacíamos una pelota y jugábamos al fútbol; leíamos tebeos, como  el  Guerrero de el Antifaz", del que conservo toda la colección encuadernada,  "Roberto Alcázar y Pedrín", "El Pequeño Luchador", "La Pandilla de los Siete", "Jorge y Fernando", "Hipo, Monito y Fifí", "Rabanito y Cebollita", "Pulgarcito", "Pumbi", y "El TBO", con la célebre familia Ulises.
Más tarde llegaron "Hazañas Bélicas", "Purk el Hombre de Piedra", "El Capitán Trueno" y toda la patulea de títulos mil. Ni que decir, que mi héroe de juventud fue por antonomasia "El Guerrero del Antifaz". Yo no fui fan de nadie, no podía perder el tiempo en estas bobadas. En la vida real mi auténtico héroe fue mi buen padre, este si que fue un auténtico hombre.

Lo que sí me gustaba era el fútbol, dándoles el auténtico valor que para mí tenían aquellos jugadores de antaño, hombres que cuando entraban en el vestuario tenían que apretar la camiseta para escurrir el sudor, hombres que defendían el escudo y los colores de su club y ciudad.
Me gustaba mucho aquel Atlétic de Bilbao de Iriondo, Zarra, Venancio, Panizo y Gainza.
La llamada delantera eléctrica del Valencia: Amadeo, Epi, Mundo, Asensi y Gorostiza. O aquel Coruña de mis mozuelos años: Osvaldo, Lechuga, Arsenio, Moll y Tino.

Hace muy pocas fechas, fallecía Antonio Puchades, para mí el gran Puchades, el que fuera, viviera y muriera como uno de los más grandes valencianos. En aquellos tiempos  tenía la renovación en puertas, el Valencia le ofrecía un millón de pesetas, el Barcelona
le daba medio millón más, respuesta de Puchades:
-"Mi equipo es el Valencia, mi escudo, también y mi camiseta lo mismo, yo no me voy del Valencia por dinero, si no me dan más, creo que es por que no pueden, este es y será siempre mi sitio.
¿Aprenderán los "figurines" de hoy? Ni de coña. ¿Alguien voló sobre el nido del "cuco".
Mi hijo mayor, vive en Argentina, donde según me cuenta ha encontrado a la mujer de su vida, siendo felizmente casado. Soy consciente que en la ciudad donde reside mi hijo, tenemos lectores de nuestro blog, ayer recibí un correo electrónico de mi nuera, y entre otras cosas me decía lo siguiente.
-"Por vuestros relatos sé, que habéis llevado una dura vida, momentos amargos, pero ignoro si sois conscientes de que todos vosotros sois unos "elegidos". Tenéis una gran suerte, y no menos grande responsabilidad de contarle al mundo vuestras auténticas vivencias.
Pero, tenerlo claro, alguien os ha elegido a vosotros, y vosotros tenéis esa suerte. ¡¡¡Adelante elegidos!!!
Esto me hizo pensar, ahí lo dejo, si alguien cree que debe decir algo, que lo haga.
Por que... todos somos unos elegidos. Martínez, Meizoso, Aceytuno, e incluso Manuel Carrasco; aún teniendo este último una corta estancia en el Galatea.


Arminio Sánchez
Nos cuenta el escritor Pérez Reverte los siguiente hechos, que dan contestación a una pregunta sobre El Galatea y las monjas de Puerto Rico, cuando las religosas salen a depedir al buque y que se narra el libro El Galatea: un guiño al pasado.
Cuando el Galatea largaba amarras   de San Juan de Puerto Rico, las  monjitas madrileñas que allí residían saludaban al velero con entusiasmo, agitando la bandera de España. Se puede leer en el relato de Aleta de tiburón (a bordo del Galatea)  como esas religiosas al despedir al buque, corrían hasta el final del muelle, diciendo adiós a un trocito de su país natal que poco a poco se alejaba hasta perderse en el horizonte.

LA HISTORIA DE LAS MONJAS Y LA BANDERA, CON COMENTARIO DE PEREZ REVERTE.
La bandera española sigue ondeando en Puerto Rico.
La historia cuenta como un hombre de origen gallego recibió al marinero español en la orilla y le juró entregar la bandera a quien mejor pudiera custodiarla. Escogió a ocho mujeres, todas de origen español, que habían dejado su tierra para atender a pobres enfermos y desvalidos. Eran religiosas y pertenecía la compañía de las Siervas de María.
Hoy en día las religiosas conservan con orgullo y agrado la tradición. Sor Maximina, Sor Luisa, Sor Virtudes, Sor Prudencia y Sor Dolores son las cinco siervas de María,  españolas del hospital de San Juan de Puerto Rico. Desde hace más de dos siglos conservan orgullosas la tradición de hacer ondear la bandera de España cada vez que un buque compatriota visita la isla caribeña.
Cuentan que las tripulaciones de los barcos españoles siempre responden a su gesto ondeando, a su vez, la enseña nacional, como continuación de una costumbre que, según cuentan, se remonta a poco después de 1898, cuando Puerto Rico dejó de ser colonia española tras perder la Guerra Hispanoamericana.

Las monjas de esta congregación de origen español son informadas por el Consulado de España en la isla de la llegada de los barcos de ese país, de los que conservan dedicatorias de sus capitanes como testimonio de una tradición que, a pesar de los años, se mantiene en este convento sanjuanero, vecino de "La Fortaleza", la residencia de los gobernadores de Puerto Rico.
Las hermanas son conocidas, además de por mantener esta tradición, por continuar la labor de entrega a los más necesitados que la congregación madrileña de Siervas de María defiende hace más de un siglo.
Las veinticuatro hermanas que residen en este convento, todas enfermeras tituladas, además de ayudar a los enfermos que no tienen dónde recuperarse, visitan casas particulares y hospitales para dar asistencia a personas que no pueden valerse por sí mismas y carecen de apoyo familiar.

La historia de las monjas y la bandera   (Arturo Pérez-Reverte)
Hace algunos años, en el canal de entrada de San Juan de Puerto Rico, frente a los castillos del Morro y San Cristóbal, me llamó la atención una enorme bandera española que alguien ondeaba en un edificio blanco próximo a la embocadura.
"Son las monjas", dijo quien me acompañaba, que era mi amigo y editor en Puerto Rico Miguel Tapia. "Y eso es que está entrando un barco español." No hablamos más en ese momento, pues estábamos ocupados en otras cosas; pero lo de la bandera y las monjas me picó la curiosidad. Así que después procuré enterarme bien del asunto, que resultó ser una bella historia de lealtades y nostalgias. Algo que realmente comenzó hace más de un siglo, el 16 de julio de 1898.

Aquel fue el año del desastre. Trece días antes, la escuadra del almirante Cervera, que había salido a combatir sin esperanza en el combate más estúpido y heroico de nuestra historia, había sido aniquilada en Santiago de Cuba por el abrumador poder naval norteamericano. Los buques de guerra yanquis bloqueaban la isla de Puerto Rico, impidiendo la llegada de refuerzos y suministros a las tropas cercadas. En esas circunstancias, el Antonio López, un moderno y rápido buque mercante que había salido de Cádiz con armas y pertrechos para la guarnición, recibió un telegrama con el texto: "Es Que Usted Haga Llegar Preciso El Cargamento Un Puerto Rico Aunque Sí Pierda El Barco".
Veterano, disciplinado, profesional, con los aparejos en su sitio, el capitán del Antonio López, que se llamaba don Ginés Carreras, intentó burlar el bloqueo estadounidense. No lo consiguió.

El 28 de junio, cuando navegando sin luces y pegado a la costa intentaba entrar en San Juan, fue localizado por el USS Yosemite, que lo cañoneó. El capitán Carreras logró escapar a medias, varando el barco en Ensenada Honda, cerca de la playa de Socorro, desde donde en los días siguientes intentó llevar a tierra cuanto podía salvarse del cargamento. Pero dos semanas más tarde, el USS New Orleans se acercó para dar el golpe de gracia, destrozándolo a cañonazos.

Fue entonces cuando se tejió la historia que les cuento. Bajo el bombardeo, un tripulante del Antonio López, que se había atado la bandera del barco a la cintura antes de echarse al agua para intentar ganar tierra a nado, llegó gravemente herido a la orilla. Nunca pudo averiguarse su nombre, pues murió en brazos de un puertorriqueño de los que acudieron a ayudar a los náufragos.
"Que no la agarren", suplicó el marinero mientras moría, señalando la bandera. Y el puertorriqueño cumplió su palabra, quizá porque se llamaba Rocaforte y era de padres gallegos. Hombre supersticioso o religioso, y en cualquier caso hombre de bien, por no incumplir la demanda de un moribundo, la guardó en su casa durante años. Y al fin, un día, pensó en las monjas.

Eran españolas, de las Siervas de María, instaladas en la isla desde 1897. Atendían un hospital junto a la boca del puerto, y permanecieron allí después de la salida de España y la descarada apropiación de la isla por los Estados Unidos. Acabada la guerra, las hermanas, con la natural nostalgia, adoptaron la costumbre de saludar desde la galería del hospital, agitando sus pañuelos, cada vez que un barco de su lejana patria entraba o salía en el puerto.
Eso dio a Rocaforte la idea de confiarles la bandera. Se presentó en el hospital, contó la historia a la madre superiora, y le entregó la enseña. Y desde entonces, cuando entraba o salía de San Juan un barco español, las monjas hacían ondear en la galería, en vez de pañuelos, la vieja bandera del barco perdido.
Todavía lo hacen, un siglo después. De las veintisiete monjas que atienden hoy el hospital de las Siervas de María, ya sólo cinco son compatriotas nuestras. Pero cada vez que un barco español pasa frente al hospital, navegando lentamente por la canal de boyas, su capitán cumple el viejo ritual de dar tres toques de sirena y hacer ondear la bandera en respuesta al saludo de las monjas, que desde la galería agitan la suya.
De haberlo sabido, aquel anónimo marinero del Antonio López que hace ciento doce años se arrojó al mar, intentando ganar la playa bajo el fuego norteamericano con la enseña de su barco atada a la cintura, estaría satisfecho.